Archive for noviembre 2010

Los Infinitos

Tras “El mar” (2005), y después de tres incursiones en la novela negra, Banville vuelve por sus fueros con una obra extraña y perturbadora

J. Albacete

Desde que en 1973 diera a la luz Birchwood, su tercer libro, en el que abordaba la historia irlandesa sin ningún género de reverencias patrióticas, sino con una lucidez implacable y un humor negro despiadado, Banville ha ido construyendo una obra narrativa de tal calidad, talento y brillantez, que resulta de todo punto necesario colocarlo en la estela majestuosa de ese cometa literario excepcional -el cometa irlandés- en el que viajan Oscar Wilde, James Joyce y Samuel Beckett.

La mirada taladradora, implacable, desnuda de Beckett y su lengua acerada, precisa, exacta. El detalle, lo común, lo cotidiano, elevado a categoría, por un Joyce minucioso, exhaustivo. La sensualidad subterránea y volcánica de Wilde. Banville ha ido integrando y depurando en su prosa las mejores, las más valiosas alhajas de sus predecesores, heredando un botín de una riqueza literaria incalculable. Si a ello le añadimos “el lustre descriptivo, la inmediatez sensual y los argumentos funcionales próximos a Nabokov, Saul Bellow y Updike”, estaremos en condiciones de comprender por qué John Banville se ha erigido, sin duda, en uno de los más sólidos pilares de la narrativa contemporánea, y, como ha dejado escrito George Steiner, “en el más fino estilista de la lengua inglesa, el más inteligente”.

La obra de Banville, que se extiende ya a lo largo de cuatro décadas, atraviesa etapas y períodos muy diversos. Incluso, en los últimos años, y tras la publicación de su obra maestra El mar (2005, galardonada con el Man Booker, el premio más prestigioso de las letras inglesas), el escritor se ha “desdoblado” en dos, generando una especie de heterónimo, Benjamin Black, dedicado a la novela negra. Pero después de tres novelas de BB, Banville ha retornado a su ser con una obra sin duda extraña, diferente, una obra en la que en cierta forma se reinventa, sin dejar atrás ninguno de sus recursos habituales: ya sean sus inmersiones en las mitologías griega y romana, su innegable pasión por Shakespeare, su afición a la pintura del XVII o sus “veleidades científicas”, que incluyen las matemáticas, la cosmología y hasta la física cuántica. Todo eso vuelve a poblar las deliciosas e inquietantes páginas de Los Infinitos.

La novela narra una larga, parsimoniosa y demorada jornada en la casa de Adam Godley, una antigua y decrépita mansión en el centro de Irlanda, cercana a las vías del tren y a un santuario sagrado. Allí se ha reunido todo el núcleo familiar de los Godley por un motivo luctuoso: el viejo Adam ha entrado en coma tras sufrir un ictus cerebral y se espera su muerte inminente. Velando el lecho del moribundo están su segunda esposa, Ursula, sumida en el desconcierto y entregada a la bebida, y los dos hijos de ambos, el “joven Adam”, tan corpulento como inútil, casado con una bellísima actriz de teatro, Helen, a la que constantemente teme perder, y Petra, la hija, una joven mentalmente transtornada que dedica su tiempo a elaborar un catálogo alfabético de todas las enfermedades conocidas. Rodeando a este círculo familiar crepuscular, Banville convoca a otros cuatro personajes: Ivy Blount, la última descendiente de los antiguos nobles del lugar, que ahora es la criada de la casa; Duffy, un campesino que se ocupa de lo poco que queda de ganadería en la finca (y que aspira a casarse con Ivy); y los dos “forasteros”: Roody Wagstaff (un moderno capitalino, aprendiz de dandy, un “rompecorazones” lastrado por su propia ambigüedad sexual, que aparentemente corteja a la angustiada Petra, aunque quien realmente le interesa es el “viejo Adam”, de quien aspira a ser el biógrafo autorizado) y Benny Grace, el más indefinible de todos los presentes, tal vez un antiguo amigo de correrías (no santas) del viejo Adam, pero tal vez otro personaje más numinoso, más “in-humano”, como el dios Pan.

¿Qué hace una vieja “deidad” del panteón mitológico en medio de este núcleo humano, demasiado humano? En realidad, sólo es uno entre los muchos dioses que pueblan este relato. Porque, en efecto, simultáneamente a los “mortales”, Los Infinitos es un libro densamente poblado por “inmortales”. El narrador mismo no es sino Hermes, hijo de Zeus y hermano de Atenea. El propio Zeus, tomando la forma del “joven Adam”, hace de las suyas, y tiene una volcánica relación sexual con la joven y seductora Helen. Las deidades que pueblan la novela no son los distantes y tétricos dioses monoteístas, sino los juguetones y vengativos dioses griegos, con sus perennes querellas, sus disputas interminables y su inveterada afición a inmiscuirse en los asuntos humanos, llevados por su ansia de experimentar una mortalidad que secretamente anhelan, a fin de escapar del tormento insufrible de la vida eterna.

La intromisión de los dioses en el relato -un relato “sin historia”, puesto que apenas ocurre “nada” en las 24 horas en que transcurre-, está en gran medida justificada porque Adam Godley, el “viejo Adam”, les ha vuelto a dar, en cierta forma, “razón de ser”. ¿Cómo? Adam Godley es, en realidad, un eminente físico-matemático que no sólo alcanzó a dar una respuesta satisfactoria al problema de “los infinitos” -un viejo problema de los primeros tiempos de la “teoría cuántica de campos”, cuando se descubrió que ciertos cálculos daban resultados infinitos-, sino que también demostró la existencia de “mundos paralelos”, que no sólo incluyen aquel en el que él existe, sino muchos otros, como el que habitan estos “inmortales”, cuya fascinación e interés por la vida y peripecias de los mortales comprobamos que no ha decrecido en absoluto.

La novela se desenvuelve no en el plano de la acción -aunque algunos ejercicios de remembranza, como los del “viejo Adam”, nos permiten echar una grácil ojeada a su ajetreada existencia-, sino primordialmente en el de un “juego” entre distintos planos, lo que permite a Banville, sin ninguna solemnidad, sin ninguna vacua sacralidad, acercarse a lo que, sin duda, es el tema crucial de la novela: el misterio de la existencia mortal. Un misterio, un enigma, que la novela, más que desvelar, muestra, y lo muestra en todas sus inquietantes facetas. La del “viejo Adam”, que al borde de la muerte, recupera la memoria de su vida y descubre la futilidad de su obra. La de quienes le rodean, que procuran mantenerse discretamente alejados de ese lecho mortuorio mientras chapotean en un mar de dudas, incertidumbres y dramas que son incapaces de gobernar. La existencia “mortal” de muchos de ellos, verdaderos muertos vivientes, seres crepusculares sin timón y sin anclaje, autómatas sin sangre enterrados en un pozo de decadencia. Y, también, la mortalidad como “anhelo” secreto de los dioses, de “los inmortales”, que copulan con los hombres e intervienen en sus asuntos con la secreta intención de experimentar una mortalidad, que a la vez que llena de incertidumbre y angustia la existencia de los humanos, es la base y fundamento último de la vida y del amor, que aquellos anhelan poseer para mitigar su infinito aburrimiento.

Vista desde esta última perspectiva, la inmortalidad, como gran “oferta” exclusiva del bazar de las religiones, como premio exclusivo, queda reducida a la categoría de una bagatela, sobre la que Banville lanza una mirada irónica y conmiserativa.

Novela extraña y perturbadora, de las más “raras” que ha escrito Banville -incluso de las más incomprendidas por la crítica, que tiende a verla como “insustancial”,  “artificiosa” o “falta de cimientos dramáticos”-, Los infinitos es un libro sabio, inquietante, atrevido, hondo, juguetón, y, como la mayoría de los suyos, maravillosamente escrito.

Vila-Matas en estado puro

En «Doctor Pasavento» el escritor barcelonés alcanca registros narrativos que bordean la verdadera obra maestra

J. Albacete

Casi un mes he demorado la lectura de esta novela de Vila-Matas, no sólo por el placer de disfrutarla y saborearla como un vino añejo, sorbo a sorbo, y conservando largo rato en el paladar la consistencia y el aroma de cada gota, de cada frase, sino también por el miedo, por el temor de que se acabara, por la angustia de llegar al punto final y que el «antihéroe» de la novela dejara de deambular de un sitio para otro, dejara de adquirir una identidad tras otra, dejara de desgranar sus pensamientos y sus paranoias, y acabara finalmente «desapareciendo», tal y como es su propósito declarado desde la primera página de este libro magistral, que revela a Vila-Matas como uno de los grandes escritores europeos del presente.

Con Doctor Pasavento, Vila-Matas culmina además uno de los ciclos narrativos más interesante de cuantos se han puesto en circulación en la literatura europea en el último decenio. Un ciclo, casi una «trilogía», podríamos calificarla, que comenzó con Bartleby y compañía, siguió con El mal de Montano y culmina con Doctor Pasavento. Podríamos ampliarla a una «tetralogía» si añadiéramos París no se acaba nunca, pero creo que esta no añade nada importante a las anteriores y es prescindible.

El tema que late en este «ciclo» narrativo vila-matiano es uno de los más recurrentes de la literatura moderna, sencillamente porque está en el corazón mismo de ella: la relación entre literatura y vida, que para Vila-Matas no son dos universos estancos, ni incomunicables, sino más bien dos mundos cada vez más interrelacionados, cada vez más interconectados y entre los cuales no hay ya prácticamente solución de continuidad. La vida es una narración y la narración es la vida.

Las tres novelas de este ciclo son tres aproximaciones a cuestiones relacionadas con ese gran tema central. En Bartleby y compañía Vila-Matas novela, como notas a pie de página de un texto desconocido, decenas de historias de escritores que han dejado de escribir e indaga en sus motivaciones. En El mal de Montano, el protagonista está tan «enfermo de literatura» que decide transformarse en carne y hueso en literatura misma. En Doctor Pasavento, el protagonista, cuyo «héroe moral» es el escritor suizo Robert Walser, desea, como éste, «desaparecer», pasar absolutamente desapercibido. Es tal la repugnancia que le produce el poder y la grandeza literaria, y tan insoportable la esclavitud de tener que soportar la identidad que conlleva la fama, que decide ir retirándose del mundo, cambiando constantemente de identidad, incluso de nombre, cambiando constantemente de residencia, cortando los lazos que le unen al pasado, incluso fabricándose memorias nuevas, para ir así borrando en la lejanía las huellas del escritor reconocido que fue un día. En ese incesante periplo -lleno de humor y de ironía, de sutileza y elegancia, pero también de hondura y angustia- el protagonista, imbuido de su afán de renuncia, llega hasta las puertas del manicomio suizo de Heriseu, donde Robert Wlaser llegó a recluirse durante veintitrés años, hasta que un 25 de diciembre se recostó sobre la nieve, donde lo encontraron unos niños, logrando así disolverse «en la nada».

Pero el protagonista vila-matiano no llega tan lejos, busca su propio camino, continúa con el carrusel de sus identidades nuevas, adquiere por momentos la de otros escritores que buscaron el anonimato (se hace llamar, por ejemplo, «doctor Pynchon», en referencia al gran escritor norteamericano que, huyendo de la fama, como hacía Salinger, vive «escondido» en Nueva York, sin que nadie sepa dónde ni qué aspecto tiene, aunque, a diferencia de aquel, Thomas Pynchon seguía publicando) y que intentan proteger la literatura de la devastación de la fama y del poder. Al final, nuestro borroso protagonista, que no renuncia a seguir practicando lo que llama «el arte de desaparecer» cada vez más, encuentra el consuelo de una escritura mínima, casi privada, en la línea de los «microgramas» de Walser, una literatura que «persigue alcanzar no la realidad, sino la verdad».

Nunca me abandones

La última novela de Kazuo Ishiguro, escritor británico nacido en Nagasaki, es una fábula inquietante, kafkiana, preñada de interrogantes y desasosiego

J. Albacete

Kazuo Ishiguro es una de las figuras centrales de la nueva narrativa británica y, a la vez, un autor excéntrico, alguien capaz de mirar aquella realidad desde dentro y, al tiempo, desde afuera, un observador imbuido de ese principio de «incertidumbre» narrativo, absolutamente moderno, que permite ocupar a la vez dos posiciones, y utilizar esa doble perspectiva para enriquecer y profundizar nuestra visión de las cosas. Ishiguro es autor -desde 1982 a hoy- de seis espléndidas novelas, con las que se ha ganado no sólo un lugar de privilegio en las letras inglesas, sino que le han convertido en uno de los escritores más relevantes del panorama mundial.

Kazuo Ishiguro nació en 1954 en Nagasaki, la ciudad japonesa donde explotó la segunda bomba nuclear americana. Cuando sólo tenía seis años, su familia se trasladó «provisionalmente» a Gran Bretaña, a consecuencia del trabajo de su padre, que era científico. Aquella provisionalidad se fue alargando y alargando, de modo que Kazuo acabó recibiendo una educación íntegramente británica, en escuelas, colegios y universidades británicas, aunque en su hogar familiar continuaban vivas las costumbres y la cultura japonesas y, por lo tanto, el contraste y la extrañeza respecto a un mundo distinto y ajeno.

Kazuo Ishiguro cursó estudios superiores en la universidad de Kent y luego se doctoró en «escritura creativa». Se dio a conocer en los círculos literarios británicos a comienzos de los ochenta, publicando relatos y colaboraciones en diversas revistas, y en 1982 publicó su primera novela (Pálida luz en las colinas), que fue muy bien acogida y ganó un importante premio. Su irrupción plena y contundente en el escenario literario tendría lugar sólo cuatro años después, en 1986, cuando publicó Los restos del día, una lúcida y penetrante visión del «clasismo» de la sociedad británica, encarnada en la historia del típico mayordomo inglés que -en primera persona- va recordando los pormenores que han jalonado su existencia, para acabar constatando que ha malgastado su vida entera de forma estúpida y, lo que es peor, de forma irreparable. Llevada al cine por James Ivory, con Anthony Hopkins y Emma Thompson, la novela recrea magistralmente la toma de conciencia y la impotencia de un hombre que comprueba que ha renunciado a toda su vida a cambio de cumplir lo que creía su deber. La novela recibió el Premio Booker (uno de los mayores galardones de la literatura en lengua inglesa) y la película compitió por los Oscars.

Pero la narrativa de Ishiguro no se quedó «detenida» en ese punto, digamos, de gloria. Y fue evolucionando por caminos muy diversos, y desviándose por sendas cada vez más escarpadas, buscando retos cada vez más difíciles.

Una prueba inequívoca de ello es su última novela, «Never Let Me Go» (Nunca me abandones, editorial Anagrama), publicada en 2005, un relato aparentemente anodino de la vida de unos estudiantes en un internado británico que se va convirtiendo, página a página, en una fábula desasosegante que nos invita, con la mayor delicadeza, a asomarnos a los abismos más hondos y tétricos del destino humano.

El escenario de la novela, en efecto, no puede ser más convencional: Hailsham, uno de esos colegios privados ingleses situados en el campo, entre suaves colinas y frondosos bosques. Sin embargo, Hailsham no es como cualquier centro educativo destinado a educar a la élite británica. Los profesores (llamados extrañamente «custodios») tratan a sus alumnos con amabilidad, aunque a la vez de una forma fría y distante, como si les produjeran cierta repugnacia o incluso miedo; los educan en un entorno singular destinado a propiciar su creatividad artística y los preparan para un futuro «muy importante», pero al mismo tiempo muy poco definido; a los chicos y chicas de Hailsham se les dice constantemente que son «especiales», pero nunca se les aclara muy bien por qué y para qué. Aunque poco a poco sí van sabiendo algunas cosas: que no tienen padres ni familia o que son estériles, y nunca podrán tener hijos. Y a partir de un determinado momento también saben cuál es su terrible condición: no son sino «clones», reproducciones destinadas exclusivamente a la donación de órganos a otras personas que los necesiten.

¿Estamos, en definitiva, ante lo que podríamos llamar una novela de «ciencia-ficción»? Ishiguro lo desmiente. En todo caso, dice, se podría hablar de una «ficción alternativa». Una historia que discurre plenamente en un presente «como el real», «como el actual», pero que pone en juego un posible desarrollo «alternativo» de las cosas.

De hecho la novela renuncia absolutamente a plantearse cualquier diseño de un escenario futurista. Está ambientada en la Inglaterra de finales de los noventa y prácticamente «todo» discurre como si así fuese realmente. No hay tampoco referencias ni científicas ni tecnológicas (pese a ser «clones») ni extrapolaciones de tendencias sociales o históricas (como en Un mundo feliz o en 1984, por ejemplo), entre otras razones porque el relato está íntegramente construido desde la perspectiva de una de las alumnas de Hailsham, como una especie de memorias o confidencias personales: no sabemos nada más que lo que ella sabe, intuye, se interroga, sospecha, reflexiona o habla con sus compañeros. Ishiguro, que siempre ha sido un escritor «elusivo», lleva esa condición hasta el extremo en esta novela, hermosa e inquietante, bellísima y perturbadora, en la que por debajo de la delicada y sutil textura del relato, por debajo de su apariencia amable y del estilo reposado, incluso lánguido, de unas «confesiones», hace discurrir una fábula desasosegante y atroz.

Conforme el lector se va sumergiendo en el relato, la inquietud, la desazón y la angustia crecen: los abismos negros del relato se agigantan y los interrogantes se van abriendo a cuestiones cada vez más fundamentales de la existencia humana, de las sociedades en que vivimos, del destino que nos deparan, de la conciencia y el desconocimiento que tenemos de todo ello, de la vaciedad de las ilusiones que nos hacemos, del irreparable final que nos espera.

Ishiguro ni siquiera lo sugiere. Pero no es difícil leer entre líneas la posibilidad que todos tenemos de ser o haber sido, de alguna forma, «pupilos» de Hailsham. Como ellos, todos aceptamos formas de engaño y sumisión; todos tenemos una visión limitada y confusa de la realidad; todos aceptamos simulacros… Y en cierta forma, casi todos asumimos con estoicismo y resignación -como hacen los pupilos de Hailsham- el destino de renuncia y sacrificio que se nos prepara. ¿Es ese destino resignado lo que Ishiguro quiere resaltar, es decir, se trata de una novela «fatalista»? Todo está abierto a la interpretación en esta obra, en la que el ritmo sinuoso y elegante de la prosa está permanentemente rodeado y envuelto de una densísima niebla, y en la que el flujo temporal, pausado pero constante, con el que avanza el relato está repleto de pequeños fogonazos que iluminan, por breves segundos, auténticos agujeros negros.

Estamos, pues, ante un libro intenso, diferente, de los que duelen, de esos que, como requería Kafka, son «un hacha para romper el mar helado que llevamos dentro».

Se ha dicho que el libro es «una alegoría de la inmanente orfandad del individuo». Pero yo no creo que se trate sólo de una fábula «existencialista». Ishiguro no habla sólo de destinos indivuales ni de la condición humana en sentido abstracto. Aunque los poderosos mecanismos sociales y de clase que articulan y fijan el destino de las ingentes masas no aparecen descritos, ni siquiera insinuados, en ningún momento de la novela, y permanecen ocultos tras las poderosas sombras de los imponentes bosques que rodean Hailsam, cualquier lector mínimamente atento e inteligente puede darles la forma y el nombre que le corresponden. Al final, la fábula de Ishiguro, como las de Kafka, es una fábula sobre el poder, y sobre lo que el poder hace con la gente.

El testigo

El mexicano Juan Villoro ha escrito una de las novelas más complejas, inteligentes y bien narradas del siglo que acaba de comenzar

J. Albacete

Juan Villoro -ya lo hemos dicho- es una de las voces más interesante, singular y compleja de la literatura hispanoamericana de hoy. Sus magníficas crónicas, sus sorprendentes ensayos críticos, sus imaginativos relatos infantiles y sus traducciones, bastarían para catalogarlo como uno de los autores de mayor relieve del presente. Pero Juan Villoro es, también, un magnífico narrador, un narrador que se mueve además con la misma destreza en las distancias largas que en las cortas, tanto en la novela como en el cuento. La cumbre de su narrativa es, sin duda, su novela El testigo, publicada en 2004, galardonada con el Premio Herralde de novela y editada por Anagrama.

En El testigo -su tercera novela y la de mayor calado y ambición- Juan Villoro levanta un formidable edificio narrativo, con tantos niveles y estratos, y tan laboriosamente tejidos, que resulta un verdadero prodigio de composición. Un edificio con sótanos tan profundos y escaleras, patios, pisos, habitaciones, corredores y áticos tan numerosos y diversos que resulta difícil creer que alguien haya logrado integrarlo en un todo, a la vez sólido, comprensible y atractivo. Y Villoro lo logra, aunque el lector pueda llegar a sentirse -en determinados momentos- abrumado por la densidad o perdido en un laberinto del que, sin embargo, no tarda en salir, porque Villoro es un verdadero mago, dotado además de un poderoso sentido del humor.

La novela comienza con el retorno de Julio Valdivieso -un intelectual mexicano de 48 años, un hispanista, que ha pasado la mitad de su vida en Europa (como el propio Villoro)- a un México en el que el PRI acaba de perder el poder después de 71 años. Pero lo que en principio podría sugerir un choque del exiliado retornado con un presente tan sórdido como fascinante, se convierte además en un afloramiento múltiple e inesperado del pasado. El pasado viene a su encuentro con la misma urgencia avasalladora que el presente.

Por una parte, al quitar el «tapón» del PRI emergen inevitablemente los pasajes más ocultos y borrados de la historia mexicana, como las «guerras cristeras» de principios del siglo XX, insurrecciones de católicos fanáticos que buscaban el martirio y fueron aniquilados por el gobierno, y con los que la familia de Julio estuvo relacionada, lo que precipitó su decadencia.

Por otro lado, reaparecen como un pulpo sus antiguos compañeros del taller literario de Barbosa, un grupo de literatos fracasados, que si acaso han triunfado en otros ámbitos (como la televisión, que emerge como un protagonista energuménico de la realidad, con su voracidad y su designio de apoderarse de todo y convertirlo en espectáculo) o sencillamente se han hundido en la miseria. Los primeros requieren a Julio para colaborar en un proyecto que va a ser uno de los más poderosos y constantes ejes vertebradores de la novela: la elaboración de una «telenovela» sobre las guerras cristeras, que se rodaría precisamente utilizando los archivos de la familia de Julio y su decrépito rancho familiar, al que irónicamente Villoro denomina «Los Cominos»:

El retorno de Julio a «Los Cominos» es, por otra parte, el retorno a los recuerdos y escenarios de la vida y de la saga familiar, a las historias y secretos de familia, a los rencores y odios inagotables, a los afectos imperecederos, a la historia de una decadencia llena de escombros. Y, como suele ocurrir, no todos aquellos «fuegos» se han apagado, ni con el tiempo ni con la distancia: y en el alma de Julio hay todavía un rescoldo encendido que el retorno aviva y convierte en llama con suma facilidad: su prima Nieves, su gran amor adolescente, un amor prohibido, con la que hace veinte años planeó fugarse a Europa. Aunque ya muerta, el «fantasma» de Nieves es la presencia más constante de este regreso, el amor perdido, el amor original.

Pero aún hay otro «fantasma» que recorre la novela de principio a fin: el del gran poeta posmodernista Ramón López Velarte (1888-1921), cuyos misterios políticos y biográficos y cuya impresionante obra poética -considerada por muchos como la mejor de la historia de México- pueblan y acompañan -como un relato paralelo, calzado con ingeniosa y matemática precisión- todo el devenir de la historia, que ni siquiera aquí se libra del humor grotesco de Villoro: hay hasta un proyecto de «canonizar» a López Velarte.

Villoro mueve con enorme inteligencia narrativa todo este ingente edificio, poblado con decenas de personajes y de planos superpuestos, sin que la novela encalle y sin que el barco, cargado hasta los topes, se vaya al fondo. Es más, aún tiene tiempo de lanzar una ojeada desolada al presente: a la ominosa realidad del narcotráfico o al faraónico y desmedido universo de los magnates de la televisión…

Novela «total», pero despojada de servidumbres decimonónicas, El testigo es una reflexión global sobre la dificultad casi ontológica de encajar el pasado y el presente.

Juan Villoro: México sin exotismo

Para Villoro el escritor hispanoamericano no debe seguir siendo un cronista de mundos exóticos y realidades fabulosas

J. Albacete

En los últimos 25 años, la literatura mexicana vive una indiscutible etapa de renovación coincidiendo con las convulsiones políticas y sociales que están transformando a un país que vivió más de medio siglo (71 años para ser exactos) bajo la coraza paralizante de lo que Octavio Paz llamó el «ogro filantrópico» (el PRI). Uno de los autores emblemáticos de esa nueva literatura es, sin duda, Juan Villoro. Colaborador habitual de las revistas culturales mexicanas (desde «Vuelta» a «Letras Libres»), autor de relatos, novelas y cuentos que indagan los agujeros negros de la realidad y la memoria mexicana, traductor y ensayista, Villoro es una de las figuras más interesante del actual panorama cultural hispanoamericano y uno de los narradores más brillante del momento.

Hijo del también escritor Luis Villoro, nació en México DF el 24 de septiembre de 1956. Estudió sociología, pero enseguida pasó a ocuparse de temas preferentemente culturales. De 1977 a 1981 dirigió el programa de radio «El lado oscuro de la luna», en Radio Educación. A continuación, marchó a la entonces República Democrática Alemana como agregado cultural de la embajada de México en Berlín durante tres años. Su perfecto dominio del alemán le ha servido para traducir las obras de Schnitzler o los Aforismos de Lichtenberg.

Desde muy joven, Villoro se integró en el mundo periodístico mexicano. De 1995 a 1998 fue director del suplemento «La Jornada Semanal». Ha colaborado con casi todas las revistas culturales de México: «Cambio», «Gaceta del FCE», «Crisis», «Vuelta», «Proceso» y «Letras Libres», en la que es un colaborador asiduo.

Sus cuentos y novelas ya han obtenido un amplio reconocimiento en México y fuera de México. En 1999 ganó el prestigioso premio Xavier Villaurrutia de relatos por su libro de cuentos La casa pierde. En 2004 ganó el Premio Herralde de novela con El testigo, una verdadera obra maestra. Su libro de ensayos Efectos personales, donde analiza la obra de 13 escritores, tuvo un entusiasta recibimiento por parte de la crítica especializada.

En este último libro, Villoro incluyó un interesantísimo ensayo, con el significativo título Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atraso, que refleja muy bien algunas de sus convicciones básicas. «En el ensayo -dice Villoro- traté de reflejar cierta visión de la literatura latinoamericana como un parque temático del atraso, donde son posibles ciertos excesos de la imaginación e incluso de la realidad que serían intolerables en otros países. Me refiero a cierta necesidad de exotismo impuesta desde fuera y que ha inducido una especie de autenticidad artificial, la obligación de una patria exagerada». Esta «obligación», esta necesidad de acentuar el exotismo, ha condicionado la literatura hispanoamericana y llevado a ciertas desviaciones del «realismo mágico» a incurrir en excesos ridículos o patéticos, lo que ha acabado por invalidar el concepto mismo.

«Durante mucho tiempo -afirma Villoro- al novelista latinoamericano se le ha pedido que para poder circular internacionalmente en el mercado de la cultura tenga un timbre de color local más marcado, que sea representativo de una determinada realidad, por encima de su concreta apuesta estética». Para Villoro (como ya lo fue para su compatriota Pitol o para su amigo Bolaño) ha llegado la hora de poner fin a esa consideración de Hispanoamérica como parque temático del atraso, a los hispanoamericanos como personajes exóticos dignos de contemplación y al escritor hispanoamericano como un cronista de mundos exóticos y realidades fabulosas.

Esto no equivale a desentenderse de las realidades y conflictos verdaderos de Hispanoamérica, sino a negarse a seguir tratándola con un determinado enfoque, en cierta forma degradante. Y buena prueba de ello es la obra de Juan Villoro, un autor que no sólo ha demostrado en sus libros y ensayos su voluntad inquisidora de la realidad y los mitos mexicanos sino que, además, es un escritor familiarizado con muchas manifestaciones de la cultura popular, como el rock, el fútbol, la televisión o el cómic. «Una de las paradojas del subdesarrollo -ha dicho Villoro- es que la cultura popular permanece desconocida. Fuera de un círculo restringido de conocedores, no ha sido historiada, ni cuenta con un hit parade que la avale, a veces ni siquiera pasa por el mercado. Pienso, por ejemplo, en los compositores de boleros románticos, en los escritores de radionovelas, en las estrellas de lucha libre en México».

Retazos de esa cultura popular aparecen una y otra vez en las páginas de Villoro, integradas en una poderosa narrativa que tiene a la vez la sobriedad de lo clásico y la tensión, la capacidad de desgarro y la visión descarnada de la mejor literatura de hoy.

La suya es sin duda una de las obras a seguir para quien quiera estar al día de lo que se cuece en el suculento fogón de la literatura en lengua española en la América de hoy.