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Dublinesca: gozosa y genial

El más singular, arriesgado y novedoso de cuantos proyectos narrativos se han puesto en pie en España en los últimos tres decenios, ha alcanzado su cénit. Porque eso es, en definitiva, la última obra de Enrique Vila-Matas: el cénit, la cumbre de su obra.

Un libro en el que el escritor barcelonés llena y apura la copa de sus singulares (aunque aún bastante incomprendidas) virtudes literarias y nos ofrece un verdadero recital, un compendio exhaustivo de lo que es su literatura. Un libro gozoso y genial, una novela pletórica de humor y de dolor, que cava hasta lo más hondo en todas y cada una de las obsesiones vila-matianas: la identidad entre vida y literatura, la voluntad perpetua de ser otro y escapar de la cárcel de las identidades obligatorias, la soledad que aguarda a todo destino humano.
El marco de la novela no puede estar elegido con más acierto: asistimos al final de la era Gutenberg y a la llegada de una inquietante nueva era: la era digital. Es el fin del libro impreso, el fin de cierta literatura, el fin de un mundo, una verdadera «apocalipsis», sobre todo para Samuel Riba -protagonista indiscutible de «Dublinesca»-, «el último de los grandes editores literarios», uno de esos raros editores que leían y amaban la literatura, pero que se ha visto obligado a retirarse y cerrar la editorial hace ya dos años. Desde entonces -dice el narrador- «vive en una potente y angustiosa psicosis de fin de todo». Se siente viejo, abandonado, solo. Ha perdido el refugio de la bebida y de los actos sociales que como editor famoso le llenaban la vida. Las relaciones con sus ancianos -y aún excesivamente paternales- padres y con su mujer, Celia -que además está a punto de hacerse budista-, son otros tantos quebraderos de cabeza. Vive recluido en su casa barcelonesa, cada día más absorbido y más obsesionado con internet, a punto de convertirse en un hikikomori: uno de esos adolescentes japoneses que viven encerrados meses y años en sus cuartos, sin otra relación con el mundo que la televisión y su ordenador.
Para escapar de esa obsesiva reclusión que amenaza con trastornarlo, Riba -que tiene una notable tendencia a leer e interpretar su vida como un texto literario- concibe un genial «plan de fuga»: marchará a Dublín y allí, el Bloomsday (el 16 de junio, día en que se conmemora la jornada en la que transcurre el Ulysses de Joyce) celebrará, con un puñado de amigos escritores, un funeral por la era Gutenberg.
Los preparativos, la realización y la extraordinaria coda final de ese insólito viaje constituyen la guía maestra de un relato que, amparado en una comicidad soterrada e hilarante, deviene en una monumental parodia de lo apocalíptico; pero también en una aguda reflexión sobre las inevitables mutaciones que acechan en este auténtico «final de época».
La novela está poblada de ingredientes típicamente vila-matianos: sueños premonitorios, encuentros casuales, fantasmas presentidos, ambiciones frustradas (como la de encontrar al nuevo genio de la literatura: la ambición nunca alcanzada por Riba y que le persigue todavía) y, por supuesto, el impulso constante de «convertirse en otro», vivir en otro sitio, de hacerse extranjero… Y está, como todo texto de Vila-Matas, densamente poblada de escritores, de libros, de películas, de canciones, de citas y de pertinentes reflexiones literarias: como la magistral interpretación que ofrece del decurso de la literatura del siglo XX, como un tránsito desde la exuberancia de Joyce al laconismo de Beckett.
Además, como todo libro de Vila-Matas, «Dublinesca» es también una invitación a leer otros libros, ver ciertas películas, escuchar algunas canciones y ver determinados cuadros. El lector -para disfrutar plenamente de ella- hará bien en ver «Spider», de David Cronenberg, «Desierto rojo» de Antonioni, o «Los muertos» («Dublineses») de John Huston. Y, desde luego, leerse al menos el célebre capítulo 6 del Ulysses, con el entierro del «pobre» Paddy Dingam.
Gran fiesta de la literatura, este «entierro» del libro impreso, este funeral por la «honrada vieja puta de la literatura», esta gozosa «Dublinesca» de Vila-Matas es, también, un libro sabio y corrosivo sobre la vida y sobre lo «real». No en vano, y aunque no lo parezca, Vila-Matas es un gran pintor de paisajes anímicos, un retratista implacable de la angustia que atenaza al europeo de hoy, un investigador de primera fila de los fantasmas que nos acechan. Aunque el verdadero estímulo que anima toda la literatura de Vila-Matas no es retratar la angustia paralizante que deriva del tedio contemporáneo, sino -como afirma certeramente Alan Pauls- «la voluntad de vivir una vida diferente». Incluso en esta obra, tan centrada en los temas de la vejez y la muerte, late esa pulsión. Esa Gran Voluntad.

Recinto español

(La generación del 27 fue otro mundo. El centenario del pintor Ramón Gaya nos permite corroborarlo hoy través de este texto excepcional, escrito en México en 1955, y que tiene la hondura, la textura y la genialidad  irrepetible del 27: qué idea más prodigiosa la de que el Museo del Prado es un «manicomio» a la inversa. Leer esto es verdaderamente saber «lo que perdimos»)

Recinto español

Cuando pienso en el Prado, éste no se me presenta nunca como un museo, sino como una especie de patria. Hay allí algo muy fijo, invulnerable y también sin remedio, sin redención. Para los franceses, el Louvre no puede ser sino un museo, un museo que está en Francia, pero que, claro, no es Francia. Los museos de Italia siguen siendo exterior, calle italiana, y no hay diferencia entre una sala de los Uffizi y el Arno; todo es igualmente navegable, vivible. Pero el Prado es un lugar hermético, secreto, conventual, en donde lo español va metiéndose en clausura, espesándose, encastillándose. Y no es que sólo guarde pintura española, pero allí dentro todo parece convertirse en una misma tierra, en una misma terquedad. La pintura española (Berruguete, Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo y Goya) no puede, ni con mucho, presentar un índice como puede presentarlo la poesía española (Cantar de Mío Cid, Berceo, Arcipreste de Hita, Jorge Manrique, El Lazarillo, Hurtado de Mendoza, Gil Vicente, La Celestina, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Lope, Cervantes, Góngora, Quevedo, Gracián, Calderón) y, sin embargo, sentimos que la pintura es nuestro suelo, casi nuestra seguridad. Hay en todo lo español una especie de hambre que en la pintura es donde parece quedar más satisfecha. Si España no hubiese pintado -como no han pintado Alemania, Inglaterra ni Francia-, España sería un país más hambriento, más frenético, más absurdo, más loco; el sentimiento plástico le ha dado a España como una cordura pesante, contrapesante. También Holanda sin la piedra descomunal de Rembrandt, sería otra, o quizá ninguna, ya que las aguas podían muy bien haberla borrado. Pero la pintura es suelo firme, cuerpo, carne, es decir, realidad. Seis nombres españoles -que si se quiere pueden reducirse a tres: Velázquez, Murillo y Goya- han bastado para que España pueda codearse con las otras fortalezas pictóricas: China, Flandes, Italia y Holanda. Como se sabe, Francia llegó o se asomó a la pintura con mucho retraso, y no parece haber llegado por verdadero impulso vital, sino por comprensión y por afición; de ahí que sus pintores (Watteau, Chardin, Corot, Daumier, Seurat, Cézanne, Bonnard) tengan siempre ese aire de placenteros cultivadores de la pintura, casi de hortelanos. Alemania cuenta con nombres insignes -Durero, Cranach, Holbein- pero son más bien como artesanos concienzudos, rigurosos, nobles. Inglaterra, aparte del extravagante caso de Turner, gran artista artístico, sólo dispone de un nombre firme: Constable; se trata, desde luego, de un magnífico pintor, pero debilitado ya por ese gusano moderno de lo sensible, de lo emocional transitorio.

Entrar en el Prado es como bajar a una cueva profunda, mezcla de reciedumbre y solemnidad, en donde España oculta una gran riqueza, una especie de botín de sí misma, robado, arrebatado a sí misma, defendido de sí misma. La pintura española es real como no ha podido serlo nunca la realidad misma española. Por eso el Prado es casi como un manicomio al revés, como un manicomio de cordura, de realidad, de certidumbre. Afuera está la realidad ilusoria, la vida sueño; pero el arte, para el español es, precisamente, despertar. (Algunos jueces han lamentado y criticado la ausencia, en el arte español, de toda fantasía; se trata, claro, de estetas muy ligeros, muy triviales, muy artísticos, que no han sabido comprender que en España el arte no brota del arte, del juego imaginativo del arte, sino de la vida, de la realidad de la vida, y no es que brote de ella para mimarla, para adularla, para copiarla, sino para salvarla.) El arte español es siempre un despertar, una vigilia, una sabiduría última. Y no me olvido de Goya, del llamado Goya fantástico; sus fantasías -oídas en la vida real española- no son nunca cántico o creencia, sino condenación, burla, despego de ellas, desvelo de ellas. Las llama «Disparates» porque no son fantasías vistas por un enamorado, por un visionario, es decir, vistas desde dentro, desde su propio clima fantasmagórico, sino desde una sensatez desnuda, dura.

Cuando pienso en este recinto español no se me presenta nunca como un museo -puesto que no se trata aquí de una simple colección de objetos artísticos-, sino como una roca viva.

Ramón Gaya, México, 1955

¡Indignación!

Para el carnicero Khoser

Philip Roth lleva a un relato sobre los Estados Unidos de los años 50 su indignación contra los años de plomo de Bush

J. Albacete

Tras dos espléndidos relatos donde Roth ha volcado narrativamente sus obsesiones sobre la vejez, el pasado y la muerte («Elegía», de 2006, y «Sale el espectro», de 2007), con «Indignación» asistimos a un clásico relato de «educación sentimental», un libro conciso y soberbio sobre el tremendo impacto que la historia y la represión pueden tener sobre la vida de un individuo en pleno proceso de «formación» y, por ello, inexperto y vulnerable. Si en cualquier libro de Roth emergen siempre la rabia y la indignación contra todas las formas opresivas y manipuladoras del poder, en esta novela la «indignación» misma acapara por completo el protagonismo de la ficción.

En «Indignación» Philip Roth elabora una cuidada prospección sobre la difícil «educación sentimental» de un joven de apenas 19 años en los Estados Unidos de comienzos de los años 50, una época de extremo conservadurismo moral, intensa reacción política y acusado racismo, con la guerra de Corea como telón de fondo. Una guerra sucia, dura, difícil, que costó a EEUU decenas de miles de bajas, y que pendía como una amenaza constante sobre los jóvenes, dadas las imperiosas necesidades de reclutamiento de un ejército que estaba sufriendo en la península coreana un duro e inesperado castigo.
Marcus Messer es el hijo único de una familia de carniceros khoser de Newark, Pensilvania, a veinte kilómetros de Nueva York. Es el primer miembro de una amplia familia judía de la zona que tiene el privilegio de ir a la universidad, con grandes sacrificios de sus padres. Pero cuando lleva cursado apenas el primer año de la carrera de derecho, a su padre le asalta un temor obsesivo por la vida de su hijo, un temor que acaba derivando en un torturante, maniático e insoportable acoso, un auténtico sinvivir. Para librarse de ello, y poder estudiar y crecer libremente, Marcus decide marcharse a una pequeña universidad del medio oeste, en Ohio, a ochocientos kilómetros de casa.
Marcus Messer no aspira a otra cosa que a aprovechar su inteligencia y su enorme capacidad de trabajo (aprendida ayudando a su padre en la carnicería) para hacer una brillante carrera plagada de sobresalientes (y así, de paso, evitar ser llamado a filas, para una guerra en la que están cayendo cada día cientos de jóvenes americanos como él). Pero esta inflexifle determinación (que le ha llevado hasta el punto de enfrentarse a su padre y alejarse de su familia) es algo más que el esqueleto de su ambición personal. Es su propia arquitectura interior, su armazón moral, que le lleva una y otra vez a chocar con los demás, y a ir alimentando la «indignación» de un joven inexperto, impulsivo, imprudente a veces, incapaz de «negociar» situaciones conflictivas o adversas, lo que le conduce a rupturas y confrontaciones con sus compañeros de habitación (en dos meses se cambia de habitación tres veces), a su negativa a entrar en ninguna de las «fraternidades» de alumnos (ni siquiera en las de alumnos judíos) y finalmente su choque brutal con el decano de la Universidad. El decano intenta domar el carácter insolidario de Marcus, pero lo que se encuentra es no sólo una cerrada e indignada defensa de su libertad, sino una notable resistencia intelectual, una argumentada y firme resistencia a dejarse avasallar, una negativa irreductible a aceptar peajes religiosos o morales, a los que nadie puede obligarle.
A todo esto se suman, además, los conflictos que nacen de la intensa represión sexual de la época, más acentuada aún en ese baluarte conservador que es la universidad luterana de Winesburg, Ohio. La «condena del sexo» acaba provocando una canalización y explosión aberrante del deseo, como en la hilarante escena en que los alumnos borrachos asaltan una noche las residencias femeninas, vacían las cómodas de sus dormitorios y lanzas por las ventanas miles de bragas blancas sobre la nieve. Marcus Messer también está despertando al sexo, pero su «iniciación» lo desconcierta y lo aterra. Invita a una chica a cenar, y para su absoluta sorpresa, en la primera cita, ella se la chupa. Ese simple e inmediato cumplimiento del deseo, más que satisfacción despierta una sospecha: no es posible que una persona «normal» haga esto así. En este caso, será su propia «estrechez» moral la que acabará por indignarlo consigo mismo, en una historia (la de su relación con Olivia) que alcanza una verdadera hondura trágica.
En apenas 170 páginas, Roth es capaz de embelesarnos, de subyugarnos y de trasladarnos toda la indignación moral que le produce la historia de este joven que lucha con las armas que tiene por alcanzar su libertad personal y moral, por construir su propia vida, por inventarse a sí mismo (la tarea titánica en la que se ven envueltos los grandes héroes narrativos de Roth) y que, por todo ello, y tras ser expulsado de la universidad, tras otro encontronazo con el decano, acabará acribillado a bayonetazos en una trinchera de Corea.
Estamos en la América de los 50, una Amériva envuelta en una cruzada moral y política reaccionaria, revestida por la bendición divina, una América racista, amenazante y en guerra que se parece mucho a los recientes años de plomo de Bush II.

Los «Diarios» de Kafka

Hace un siglo (en 1910), Kafka comenzó a escribir su Diario. Quizá ningún documento literario de los últimos cien años encierre la profundidad, el misterio, la angustia y la riqueza de estos textos kafkianos, que no se parecen a nada conocido

J. Albacete

A mi «debilidad» general por la literatuta de Kafka tengo que sumar mi predilección por este libro, cuya singularidad en la historia literaria es notoria y esencial. Ciertamente se trata o, al menos, tiene la apariencia de un diario, que se extiende a lo largo de más de una década, desde 1910 hasta 1923. Pero basta abrirlo y leer la primera «entrada» para constatar que no estamos en el terreno familiar de los «diarios», «memorias» o «autobiografías» a los que estamos acostumbrados, sino en un escenario distinto, en el que la «singularidad» de Kafka impone sus propias leyes.

En el prólogo de Jordi Llovet a la edición de DeBOLS!LLO de los «Diarios» de Franz Kafka (la más económica y la más completa de las editadas en España, con un aparato crítico incorporado capaz de satisfacer al lector más curioso y al más erudito) ya se subraya esta singularidad del texto kafkiano, que lo mantiene a distancia de todas las fórmulas y modelos de escritura autobiográfica conocidos: en efecto, no se trata ni de un intento, como decía Baudelaire, de «poner su corazón al desnudo», desvelando las claves y los episodios ocultos de la propia vida, ni tampoco de ofrecernos un cuadro general de los grandes sucesos de su época, ni mucho menos, un relato pormenorizado de cotidianidades insulsas, al estilo de Thomas Mann («hoy me duele el estómago»…).
No parece, en efecto, que Kafka tuviera en mente ningún modelo previo cuando en 1910, ya con 27 años, hizo su primera anotación diarística. Pero sí es claro que su voluntad expresa era «llevar un Diario», «escribirlo»: y esa voluntad se reafirma una y otra vez en el interior del texto, sobre todo después de pasar largas temporadas de abandono o crisis notables con la escritura. «Ya no abandonaré mi diario. Tengo que aferrarme a él», dice en una entrada. Y aunque con notable discontinuidad, y grandes períodos en «blanco», Kafka mantiene viva la escritura de sus «Diarios» hasta 1923, el año anterior a su muerte.
Aunque los «Diarios» no eluden del todo el tono confesional -aquí están, en carne y hueso, todas las angustias, todas las contradicciones, todas las luchas del escritor, con una sinceridad y una «ingenuidad» inigualables-, el punto de vista de Kafka en sus anotaciones no es dominantemente el de dar cuenta lisa y llanamente de sus experiencias biográficas, sino el intento de transmutarlas en material válido para la creación literaria. De alguna manera, el contenido dominante de estos «Diarios» podría considerarse un «material» preliterario, que Kafka toma en parte de sí mismo, pero también de su papel de observador, o de lector, y que aquí queda reflejado en forma de «esbozos», «apuntes» o «proyectos». Para sorpresa del lector no avisado conviene recordar que, en el interior de los «Diarios» hay casi un centenar de fragmentos, esbozos y apuntes narrativos, muchos de los cuales luego pasaron -como tales, o más elaborados- a las novelas y a los relatos propiamente literarios de Kafka.
Esta falta de distinción o de separación entre vida y literatura es, en realidad, la característica esencial de Kafka. Kafka siempre «percibió» la literatura como un destino ineludible, un destino que comprometía toda su existencia. En una entrada del Diario de 1912 escribe: «Puede reconocerse muy bien en mí una concentración dirigida a la escritura. Cuando se hizo claro en mi organismo que el escribir era la dirección más productica de mi naturaleza, todo tendió con apremio hacia allá y dejó vacías todas aquellas capacidades que se dirigían preferentemente hacia los gozos del sexo, la comida, la bebida, la reflexión filosófica, la música. Adelgacé en todas esas direcciones».
«Mi vida -dice Kafka en una carta a su prometida Felice Bauer, con la que más tarde rompería su compromiso-, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados. Pero el no escribir me hacía estar por los suelos, a punto para ser barrido». Esta tensión, este «duelo» continuo entre la «necesidad» vital de escribir y la «imposibilidad» de hacerlo, o de hacerlo a la altura que piensa que debería hacerlo, es la titánica batalla que se describe en este inmenso libro, donde uno aprende lo que es realmente literatura, lo que diferencia implacablemente a la literatura de todo lo demás.
Para definir con exactitud el contenido de este libro, algunos críticos lo han descrito como el «Taller de escritura» de Kafka. No es mala idea, siempre que se tengan en cuenta dos cosas: lo que hay aquí no son simples sucedáneos y, por otra parte, que en Kafka todo está al mismo nivel: un relato, una carta, una novela, un esbozo, una entrada del diario, en cada palabra escrita por Kafka hay la misma intensidad y la misma exigencia literaria. Como decía su amigo Max Brod, Kafka jamás decía una cosa gratuitamente.

Microrrelato

Pesadilla en la noche definitiva

No sé por qué razón ni sinrazón enseguida supe que aquella sería la noche definitiva. Había cenado un puré de calabacines a las finas hierbas, una ensalada de puerros congelados y un danone caducado de fresas silvestres y frutas del bosque encantado. Luego me vi dos películas de terror distintas que tenían el mismo título: Pesadilla endemoniada. Eran divertidas, cómicas, diabólicas e indigestas. El personaje principal era un negro japonés casado con una rusa tuerta. Cada vez que la mujer lo miraba con el ojo malo, el malvado chino sacaba de debajo de la cama un espadón de samurai y amenazaba con sajarle el ojo bueno a la manera de Un chien andalou. Entonces la italiana gritaba como una verdadera mamma e invocaba a los diabolos, una especie de pequeños «gremlins» oscuros con cuernecillos y unos tridentes de risa, que saltaban todo el tiempo, como si estuvieran enojados con algo extraño y perverso. Luego, con un mandoble estupendo, el tártaro les sajaba la cabeza a los bichejos y de esa carnicería salpicaba un espeso líquido verde con el que se preparaban unos apetitosos zumos que sorbían como la mayor de las exquisiteces. Luego aparecía un tercer personaje, un enano gordo y bobalicón, al que le daban unas palizas tremendas, y él se reía como un loco. Creo que fue entonces cuando me dormí un poco porque al despertar el enano seguía riendo pero tenía en cada mano la cabeza decapitada de sus amos. Enfin, un horror.

Este blog hará temblar los cimientos del universo

No sé si lo sabe el lector, cómo va a saberlo, si nadie se lo ha dicho, que este blog, un blog que saldrá al mundo el próximo 1 de mayo, día del trabajo, día del trabajador, un día muy sudoroso, sin duda, este blog, digo, pues bueno, es un sitio muy particular. Primero, no es el blog de uno, sino de dos. El primer blog de dos, que además no son, como Faemino y Cansado, o Tip y Coll, dos que, como diría John Ford, «cabalgan juntos». No, de cabalgar juntos nada. Entre otras cosas, aquí hay un señor de La Mancha, un hidalgo de La Mancha, sí, J. Albacete, que sí quiere acordarse de dónde es. Y hay, por otra parte, una dama sureña, no, para nada de «lo que el viento se llevó», sino de más al sur, de Colombia (es decir, de América: ya que América debería llamarse Colombia, y no América, ya que fue Colón y no Américo Vespucio quien llegó a ella y la nombró). Pues bien, estas dos orillas del Atlántico, La Mancha y Colombia, quedan unidas por un nuevo viaje inverso de descubrimiento que es este blog, un blog selvático, asilvestrado, un blog mestizo, un blog subversivo, o sea, un blog literario, donde todo puede pasar. ¡Bienvenidos! (Esta prueba se destruirá a los diez segundos de ponerse en la red: diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco….)

25 años de la muerte de Joan Miró. Eliminación y metamorfosis

Se cumplen 25 años de la muerte del que, sin duda, es uno de los más grandes, influyentes y reconocidos artistas españoles (casi 5 millones de referencias en Google así lo confirman); pero, paradójicamente, aunque Joan Miró puede ejercer una fascinación instantánea, sigue manteniéndose relativamente extendida la concepción de que su obra, quizá por su aparente sencillez, es producto de una vocación infantil o ingenua; de un arte primitivo, poco desarrollado. Nada más lejos de la realidad. En el caso de Miró estamos ante el producto, primero, de la drástica ruptura, conscientemente buscada, con el arte conocido hasta ese momento: sus métodos, materiales, punto de vista, plástica…  en palabras de Miró de su deseo de abandonar los métodos convencionales de pintura, de «matarlos, asesinarlos o violarlos». En segundo lugar, de un trabajo, que tarda décadas en madurar, en el que mediante la acción combinada -no tanto de la abstracción- como de la eliminación y la metamorfosis, nos presenta una radicalmente nueva experiencia plástica.

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Café Perec

Como me he pasado toda la semana santa de penitente, en casa, sin levantar un paso ni fotografiarlo, decicí de antemano que lo mejor sería hacerles caso a Bolaño y a Vila-Matas y encerrarme los siete días en el número 11 de la rue Simon-Crubeiller, en el barrio de la Plaine Monceau, en el distrito diecisiete de París, donde se consuman las 634 páginas de La Vie Mode d´Emploi (La vida instrucciones de uso), la novela de Georges Perec que los dos citados con anterioridad consideran una de las grandes obras maestras (si no la mayor) de la segunda mitad del siglo XX.
De modo y manera que lo dispuse todo para no poner un pie en la calle y dedicarme en exclusiva a subir y bajar una escalera (el ascensor está siempre estropeado en estas viejas casonas parisinas) y a conocer a lo que yo presumía sedentarios vecinos. Pero cuando uno se abandona en las manos de un mago auténtico, todo puede pasar: y yo que me creía a salvo de todo peregrinaje, resulta que he tenido que viajar por el mundo entero: de la lejana Australia al corazón de África, de la India al Japón e Indonesia, sin olvidar las dos Américas, Siria, Egipto, Polonia, Argelia y un sinfín de lugares más. He conocido a tanta gente y tantas vidas y peripecias, como ningún viaje real me hubieran permitido conocer. He conocido a magistrados que se hacen ladrones, a un boxeador negro que nunca ganó un combate, al hombre que estafaron y compró el Vaso de la Pasión, al historiador que creía que el verdadero nombre de América era Colombia, a un acróbata que se negaba a bajarse del trapecio, a arqueólogos, anticuarios, pintores de marinas, fabricantes de puzzles, cantantes rusas, combatientes de la resistencia, comerciantes avaros, y así hasta decenas y decenas de personajes. Cuando entré en el relleno de aquella escalera, jamás sospeché que había abierto una ventana al mundo de tales dimensiones.

Probando, probando

Semana Santa. Semana de dolor. Pasos. Procesiones. Cirios. Saetas. Nazarenos. ¿Dónde? Aquí en la red no hay pasión ni dios, vivo o muerto. Sólo hay imágenes y textos, sin orden ni concierto, a un clic de distancia. Aquí, todo ha quedado pulverizado en eso: textos e imágenes. Lo demás queda abolido. La historia, texto e imágenes. La realidad, texto e imágenes. Los sentimientos, texto e imágenes. Estamos pues ante la nueva papilla primigenia. Quien quiera comer y alimentarse, ya puede empezar. No, es cierto, no es tan distinto de lo que había, sólo es inevitablemente distinto. Quiero decir, que no deja otras opciones. No presenta escapatoria. Como un nuevo señor feudal, pero que te deja a tu disposición el libre acceso al total de textos e imágenes creadas hasta hoy por la humanidad, más las que se crean cada día. No es poco. Está por ver si esta nueva realidad es capaz de encadenar las pulsiones aberrantes que también están en nosotros. ¿Cómo será la violencia a través de la red? Ya sé, ya sé, ya hay ejemplos, pero todavía insignificantes para lo que vendrá después. La humanidad es de una plasticidad enorme. En un momento dado el hombre tuvo que acostumbrarse a escribir las cosas sobre un papel. También eso fue una violencia y un encadenamiento. ¿Por qué temer entonces a esto? Si queremos pervivir tendremos que mutar. Mutaciones. Permutaciones. Procesos. Procesiones. Cruces. Resurrección.

Mapa de los sonidos de Tokio

tokio

Isabel Coixet es sin duda una de las figuras más relevantes del cine español de la última década. Una figura que ha crecido filme a filme (“Mi vida sin mí”, “La vida secreta de las palabras”, “Elegy”…), y que ha logrado traspasar con sus brillantes y originales películas las fronteras nacionales hasta obtener el raro privilegio de una verdadera internacionalidad, lo que este año le ha abierto las vedadas y exclusivas puertas de la sección especial del Festival de Cannes, el templo sagrado del “cine de autor”.

Esta impresionante trayectoria obliga a ver su cine desde una mirada especial. Una mirada crítica y exigente. Una mirada que fuerza a poner su última película, “Mapa de los sonidos de Tokio”, ante ciertas reservas.

La película es un extraño y atrevido “trhiller” romántico, inmerso plenamente en algunas de las constantes temáticas del cine de Coixet: la añoranza producida por la pérdida del ser amado, los sentimientos amorosos no correspondidos, la dificultad de encontrar un cauce común a las emociones y a las palabras… En este sentido no cabe duda alguna que es una película de la “factoría” Coixet.

El centro del film es la explosiva relación más sexual que amorosa entre Sergi López (un barcelonés que regenta una tienda de vinos en Tokio, y está sumergido en el dolor tras el suicidio de su novia, Midori, hija de un potente empresario japonés) y Rinko Kikuchi (la espléndida actriz que ya brilló con luz propia en “Babel”), la mujer a la que el empresario encarga la eliminación de aquél, al que culpa de la muerte de su hija. Rinko, una extraña y solitaria mujer que trabaja por las noches en la lonja del pescado de Tokio y que ocasionalmente acepta encargos para asesinar a gente por dinero, va a renunciar a cumplir este encargo al involucrarse paso a paso en una relación cada vez más intensa, tórrida y explosiva con el hombre al que debe liquidar.

A la película no le faltan “ecos” que rememoran “El último tango en París”: un hombre refugiado en el dolor por el suicidio de su pareja, la explosión sexual con una desconocida y, en definitiva, la incapacidad para escapar del pasado y de un destino trágico… Y un escenario poderoso y atractivo, que en este caso es un Tokio colorista y seductor.

La narración y la historia, aunque nutrida con mimbres poderosos e hilos argumentales de alto voltaje, no llega sin embargo a cuajar del todo. Coixet opta por sugerir, más que por afirmar; opta por apuntar, más que por definir; por conservar el misterio, más que por desvelarlo… y ello trae consigo la pérdida de fuerza narrativa del relato. Algunos hilos fuertes de la historia que la podrían haber llevado a la puerta de la tragedia, quedan como meras hipótesis… la negrura de la historia queda sumergida en la más completa oscuridad.

Y en su lugar aparece, como contrapunto, un Tokio colorista y exótico, con toda su singularidad y su rareza, un Tokio posmoderno y enigmático, poblado de músicas y sonidos, que la película rastrea con singular acierto.

Coixet tiene entre sus manos auténtica dinamita, pero no la hace explotar. Casi prefiere convertirla en unos elegantes y muy bien rodados fuegos artificiales, en los que brilla con luz propia el trabajo extraordinario de Rinko Kikuchi, cuya soberbia interpretación hacen más que justificada la visión de esta película, hermosa, detallista, ilustrativa, aunque esquiva a la hora de entrar en la cámara oscura que su propio argumento sugiere. En todo caso, una película que no quiebra, sino que prolonga la gran trayectoria de una cineasta a tener muy en cuenta.