James Joyce: en vísperas
El 16 de junio es el Bloomsday, la fecha en que transcurre la célebre novela de Joyce Ulysses. Hoy y mañana, para conmemorar esta verdadera festividad joyceana, editamos veinticuatro reflexiones sobre el escritor que cambió, para siempre, el rumbo de la literatura.
1. En sus comentarios a la Metafísica de Aristóteles, Heidegger resumió así la vida del filósofo griego: «Nació, trabajó y murió». Era su peculiar forma de apuntalar la idea de que el «factor biográfico» carece de importancia a la hora de valorar una obra. En sus famosas lecciones sobre literatura europea (recientemente reeditadas), Vladimir Nabokov no se queda a la zaga del anterior a la hora de extractar la biografía del autor del Ulysses: «James Joyce nació en Irlanda en 1882, abandonó su país en el primer decenio del siglo XX, vivió casi toda su vida expatriado en la Europa continental, y murió en Suiza en 1941». Nabokov, para quien todas las obras maestras de la literatura (incluido el Ulysses) eran «cuentos de hadas», criaturas de ficción fruto de una mente inventiva, remitir la literatura a un trasunto de la vida del autor era una solemne idiotez. «Nació, trabajó y murió».
2. Algunos hechos, sin embargo, tienen verdadero interés. Por ejemplo, que Joyce estudió con los jesuitas. Stephen Dedalus (el protagonista absoluto del Retrato del artista adolescente y uno de los tres pilares esenciales del Ulysses, junto al matrimonio de Leopold y Molly Bloom) es un aplicado alumno de los jesuitas, primero en Conglowes, luego en el Belvedere College, donde recibe una esmerada formación al tiempo que pierde definitivamente la fe. José María Valverde, uno de los grandes traductores de Ulysses al castellano, considera irónicamente la obra joyceana como «la gran contribución -involuntaria y como un tiro salido por la culata- de la Companía de Jesús a la literatura universal». En el capítulo segundo de A portrait... , el padre de Stephen, que ha tenido que retirar a su hijo de Conglowes tras una penosa quiebra, consigue, después de hablar con el provincial de la Orden, que readmitan a su hijo, esta vez en Belvedere, y afirma: «No, no; que siga arrimado a los jesuitas puesto que con ellos ha comenzado. Le pueden servir de mucho el día de mañana. Esa gente le puede labrar un porvenir a cualquiera» (la negrita es nuestra). En la primera escena del Ulysses, que transcurre en la célebre Torre Martello, en Sandycove, frente a la bahía de Dublín, el «rollizo» Buck Mulligan le espeta a Stephen Dedalus: «Acércate, Kinch. Acércate, jesuita miedoso».
3. James Joyce logró ciertamente labrarse un porvenir, pero, eso sí, lejos de Irlanda… y aún más lejos de la Compañía de Jesús. Joyce abandonó Irlanda cuando tenía 20 años. Antes que él, a una edad similar, lo habían hecho Oscar Wilde y W.B. Yeats. Más tarde lo haría también Samuel Beckett. Parece inutil, por obvia, intentar explicar esta diáspora. La ciénaga clerical irlandesa y los avatares políticos de una nación imposible de emancipar (cuando alcanzó la independencia, en 1922 -el mismo año de aparición del Ulysses-, continuó siendo un país dividido y de lengua inglesa) constituían una atmósfera irrespirable, en la que nacían y se generaban, sí, pero no conseguían sobrevivir, un genio literario tras otro. No sería hasta la llegada de Banville que un gran escritor irlandés pudiera decir con razón: «La mejor forma de escapar de Irlanda es vivir aquí». En todo caso, las cuatro obras narrativas esenciales de Joyce –Dublineses, Retrato del artista adolescente, Ulysses y Finnegans Wake– tienen su corazón en Irlanda.
4. Pese a que siempre tuvo la indiscutible conciencia de que había sido llamado por el destino para desempeñar un papel notable, a Joyce le asaltaban continuamente las dudas sobre el verdadero valor de las obras que iba creando. Sobre Dublineses le dijo a su hermano Stanislas: «Los relatos parecen indiscutiblemente bien hechos, pero pienso que muchos otros podrían escribirlos igual de bien». Publicados en 1914, después de una larga y penosa odisea, los quince relatos que componen Dublineses (escritos entre 1904 y 1907) son una obra tan singularmente joyceana, que resulta imposible pensar que los pudiera haber escrito otro. La libertad y novedad en el uso del lenguaje, la crudeza de algunos de los temas que aborda, las irrespetuosas alusiones a personas e instituciones que salpican los textos, todo es inequívocamente joyceano. El temor al escándalo que despertaba entre los editores su publicación anticipaba lo que le ocurriría en adelante con sus otras obras. Pese a su fragmentación, el texto funciona como una unidad indiscutible, cuyo centro de gravedad exclusivo es Dublín. «Mi intención -aseguró en una ocasión Joyce- era escribir un capítulo de la historia moral de mi país». Al tiempo que «denunciar el alma de esa hemiplejía o parálisis que algunos llaman ciudad».
5. En Dublinesca Vila-Matas evoca, cómo no, la escena trascendental de «Los muertos«, la película de John Huston basada en un cuento de Dublineses, en la que su hija Anjelica, tras la magistral cena, desciende por la escalera de la casa de sus tías y, de golpe, se queda rígida y paralizada, pero inesperadamente hermosa y rejuvenecida, al escuchar «aquella triste balada irlandesa, The Lass of Aughrim, que le traía siempre la memoria de un pretendiente que murió de frío y lluvia y de amor por ella». Con «Los muertos» y «la nieve cayendo sobre toda Irlanda… sobre todos los vivos y los muertos», Joyce cierra magistralmente el volumen de Dublineses, con uno de los cuentos más hermosos y desgarradores de toda la historia literaria.
6. Los relatos de Dublineses se vertebran en torno a cuatro motivos esenciales: las primeras experiencias infantiles (normalmente traumáticas, y que dejan una huella indeleble); las frustraciones de la juventud: los desengaños de la madurez; y la ruina final de las ilusiones. Joyce no cambiará ya nunca esta visión profunda de la realidad y de la vida.
7. Joyce utilizaba para definir a sus cuentos (y, a la postre, a toda su narrativa) el término «epiclesis», extraído de la liturgia del rito oriental y relacionado con el misterio de la transustanciación. Para Joyce, será el arte (y no la religión) quien puede transformar «el pan de la cotidianidad» en vida duradera, quien es capaz de extraer de la trivialidad más común y ordinaria la esencia verdadera de las cosas. Joyce será el artífice moderno capaz de transformar en heroico el gesto más cotidiano y banal, de darle al detalle más común la profundidad y la grandeza de una gesta homérica.
8. Más o menos simultáneamente a la redacción de los cuentos de Dublineses, Joyce estaba escribiendo una especie de novela autobiográfica a la que tenía previsto, inicialmente, llamar Stephen el héroe. Tampoco aquí se libró de las dudas. Al principio contaba con 63 capítulos y narraba toda su vida, incluso antes de ir al colegio. Luego la redujo de golpe a 5 capítulos y eliminó todo el comienzo, dejando todo lo relativo a su primera infancia reducido a 4 ó 5 páginas memorables. Sobre ellas, Richard Ellmann, el biógrafo de Joyce, afirma: «La descripción de la conciencia infantil, con formas, olores y sensaciones táctiles muy claros pero que aún no se comprenden y con palabras que empiezan a generar ecos, eran tan asombrosas que proporcionó a William Faulkner la técnica que utilizó para su no menos admirable descripción de la mente idiota de El ruido y la furia«.
9. Si memorable es el comienzo, qué decir de las famosas veinte páginas del capítulo tercero, en que Joyce narra un retiro espiritual con los jesuitas dedicado a evocar las «postrimerías»: muerte, juicio, infierno y gloria. «Acuérdate tan sólo de tus postrimerías y no pecarás jamás», dice el Eclesiastés: con ese pórtico, Joyce reconstruye con una minuciosidad, entre terrorífica e hilarante, los tormentos que acaecerán al que en su hora final persista en el pecado. Toda la truculenta imaginería religiosa sobre el infierno alcanza con la pluma de Joyce la fuerza de un pavoroso relato de terror, cuyo efecto sobre la mente adolescente alcanza también registros literarios excepcionales.
10. Frente al tono sombrío que reina en el capítulo tercero, el cuarto, el de la «liberación», está marcado por un lirismo conmovedor. Cuando Stephen decide, siguiendo su instinto, rechazar la oferta de ingresar en la Orden, camina hasta la playa, y allí vive una experiencia nueva. «Arriba, el derivar silencioso de las nubes; abajo, el silencioso fluir de de las algas de mar; el aire gris, tibio aún; y en sus venas, la canción nueva y salvaje de la vida».
11. El gran reto narrativo que Joyce cumple en A portrait… es el de ir adecuando la tonalidad del relato a la evolución progresiva de Stephen. Joyce va alterando la prosa conforme su protagonista crece y cambia, conforme se enfrenta a unos retos y a otros. La prosa se modula al ritmo de la vida. Algo que nunca se había hecho en el campo de la literatura.
12. Richard Ellmann describe así la transición desde el Retrato hasta el Ulysses: «En los dos ultimos capítulos, en vez de describir los movimientos que alejan a Stephen de Irlanda, lo que hace Joyce es representar otro movimiento, un movimiento interiorizador, de inmersión en el mito. En un plano superficial Stephen sufre una escisión; otro más profundo consume una fusión con el Dédalo griego, se convierte en personaje mítico. Esta decisión fue el puente que condujo a Joyce hasta el Ulysses».